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Se dice que recordar es volver a pasar por el corazón. Se dice también que la memoria es maleable, fluida, que muta con nuestras experiencias, que se vuelve relato, narrativa.  Cada uno de nosotros influenciamos la manera en que recordamos; discriminamos y escogemos los detalles que nos impactan más de una experiencia. Repasar un recuerdo es un acto de imaginación y performance, y cada vez que volvemos a pasar por un recuerdo lo modificamos con nuestras experiencias más próximas, adaptándolo a nuestra nueva forma de ver la realidad. Recordar nos sirve también para entender el pasado desde una nueva perspectiva, con más información quizás, develando capas que antes fueran ocultas, inadvertidas.

Recuerdo que era una noche de verano en la granja de mi padre. Debían de ser las siete u ocho de la noche, pero la penetrante oscuridad del campo y la falta de luz eléctrica en los alrededores daban la sensación de que era una noche tardía. Estábamos allí mi hermano, un par de primos y yo, todos niños, disfrutando del verano. Nos sentamos a jugar en la mesa de cemento, una mesa larga, ancha, gris, fría y fuerte que mi abuela había construido un par de décadas atrás para acomodar el almuerzo de todos los trabajadores de su finca cafetera. Como la mesa estaba hecha para adultos, como la mayoría de las mesas de comedor, nos sentábamos en ella con los pies colgando en el vacío. Teníamos una caja de lego, con quinientas fichas más o menos, de muchos colores y formas, y derramábamos todas las fichas por la mesa. Mi memoria es borrosa. Mientras explorábamos las fichas, construíamos barcos, casas y castillos. De repente, una de las fichas cayó al suelo bajo la mesa, y uno de mis primos mayores se bajó de la mesa para recogerla. -¡Una tarántula! gritó. -¡Tío, tío, tío, una tarántula! Yo no sabía lo que era una tarántula, pero me imaginaba que era algo colorido, de forma parecida a uno de los legos con los que jugaba. Me bajé de la mesa y me senté en la silla de cemento, y desde allí intenté buscar la tarántula. No vi nada. Debajo de la mesa sólo había oscuridad, polvo y nada más. Busqué por todas partes el mayor tiempo posible, pero los adultos me ordenaron inmediatamente que corriera a la habitación. Las tarántulas eran venenosas, aprendí. Esperé hasta que consiguieron capturarla en un recogedor y me acerqué de nuevo. "Mírala", dijo mi primo. Miré, pero no pude ver nada, vi polvo y suciedad, pero no vi la tarántula. -No veo nada, ¿dónde está? pregunté -ahí está, ¿no la ves? Estás ciego!. Estaba confundido. Me froté los ojos y pregunté -¿Cómo son las tarántulas? Bueno, son grises, oscuras, tienen muchas patas y el cuerpo peludo. Uhh, ¡son feas! dijo mi primo. Mi padre cogió el recogedor y la tarántula y se alejó. Corrí detrás de él y le pedí que me enseñara de nuevo el recogedor -Déjame verlo, quiero volver a verlo. Grité. -Es suficiente, respondió. Y se fue con el animal caminando hacia el bosque.

Esa noche, jugando a los Legos con mis primos, no pude ver la tarántula, y no pude recordarla porque lo que imaginé se veía diferente.

Algo similar ocurrió cuando me obligué a recordar mi historia familiar. No podía formarme una composición visual, ni una visión general de la misma, ya que conocía la historia por partes, fragmentada. Sólo conocía la parte de la historia que me habían mostrado mis padres. Lo que antes había normalizado, lo que entonces me parecía un mundo normal: las ausencias, los silencios y la distancia, que formaban parte de nuestra cultura familiar, ahora se volvían insoportables. Las ausencias ahora me incomodaban y el sentimiento de soledad se hacía presente. Un misterio imperdonable y agonizante que gritaba por todos lados.

Pasaron más de dos años hasta que pude acercarme por primera vez a este recuerdo. Fueron necesarias largas noches, una vieja cámara y el acto repetitivo de ir a hacer fotos cada noche en los arbustos que rodeaban la casa familiar. Quería fotografiar lo que veía, fotografiar las ruinas de la casa, captar el abandono, la soledad de estar allí. Empecé a hacer fotos para acercarme a esta historia, para recordar, abrir la memoria y ponerla frente al fuego, iluminar mis recuerdos para entenderlos. Pronto me di cuenta de que no podía recuperar la memoria ni entender esta historia sola. Para hacer un proyecto sobre nuestra historia, necesitaba reparar los lazos familiares que el conflicto armado había roto. Necesitaba hacer preguntas, acercarme a mi familia, entrevistarla y tender un puente.

Es una tarea ardua tener que reparar para poder ver. Implica que este proyecto es posible en el mundo de los afectos y que la memoria a la que apelo, la construcción de la verdad y la reparación, de una historia personal y familiar, desde la que se puede ver a Colombia, no está en el mundo científico. Las estrategias artísticas o mis decisiones formales en torno a este proyecto han sido posibles en la medida en que he logrado entender nuestras historias y abordarlas con honestidad. A través de la empatía.

El acontecimiento que desencadenó este proyecto fue el exilio de mi padre. En 2015 mi papá cruzó la frontera colombiana, huyendo de la persecución política a la que había sido sometido durante décadas tras terminar su mandato como alcalde de un pequeño pueblo en la frontera con Venezuela. Recuerdo que desapareció en diferentes ocasiones cuando aún era un niño, pero entonces, los cuentos de hadas que me contaban mis padres justificaban su ausencia. En 2015, por primera vez, comprendí que mi familia estaba fragmentada y separada en la dureza de un país donde la violencia política alcanza las peores estadísticas del mundo. Arder la casa examina las múltiples capas que implica la experiencia del exilio y la violencia política en Colombia.  Tres elementos atraviesan la construcción narrativa de este proyecto: el fuego, la tauromaquia y la figura del caudillo.

El fuego es un elemento inserto en la cultura popular colombiana. Se utiliza en las fiestas de diciembre para la tradición del Año Viejo: un muñeco con forma de persona y tamaño natural, relleno de papel, se quema para simbolizar el cierre del año. El fuego también se ha utilizado para amenazar, asustar, infundir miedo y, en algunos casos, matar. En la historia de mi familia se incendió nuestra casa como amenaza cuando mi padre asumió la alcaldía, quemando parte de la montaña de bosque perteneciente a la propiedad.

Como fiesta popular en Colombia, las corridas de toros se practican principalmente en los pueblos de la región andina; las corridas simbolizan la lucha entre dos opuestos que se reflejan mutuamente. La tauromaquia representa la cultura colonial, su inclinación por la guerra y la supresión del otro. La tauromaquia simboliza una lucha ideológica y de poder entre dos mundos y posiciones: la del caudillo y la del colono.

La figura del caudillo es un tropo histórico, cultural e ideológico de alguien corriente que nos salva -al pueblo- de los males de los gobernantes. El caudillo es una figura romántica que normaliza la violencia del Estado contra los líderes sociales y los políticos independientes, una figura heroica que representa a mi padre y a los cientos de asesinados y exiliados en nuestro estado de guerra.

El uso de imágenes de archivo es la base del trabajo fotográfico.  He recuperado fotos familiares, recortes de periódicos, cartas, vídeos y objetos y con la intención de revelar y proteger nuestras identidades he intervenido el archivo, utilizando fuego y polvo, para cubrir las partes que aún no se pueden ver. El proceso de encubrimiento se asemeja a la estrategia que utilizaban mis padres cuando yo era niña, contándonos historias que encubrían la realidad de la guerra. Es un ciclo repetitivo, como una acción interminable en la que cada vez que se tapa algo, se desvela al mismo tiempo.


Mientras recorres las imágenes, presta atención a lo que se ve y a lo que no, deja que tus sentidos huelan el guardapolvo, siente el fuego que quema cada imagen, escucha los cánticos, habita la historia.

 




 

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